LOS ARTISTAS QUE SE EXTINGUEN

No es que nunca existieran, yo soy testigo, yo los vi caminar por las calles con la ropa vieja, oscura. Eran los únicos que permanecían bajo la lluvia cuando los demás se refugiaban bajo los portales. Yo los vi sentarse en cafeterías o merenderos y tomar taza, tras taza, tras taza de café con crema para engañar al hambre. Yo los vi con los bolsillos vacíos de tanto hurgar en ellos en busca de una moneda, que nunca aparecía. Esos eran los artistas, existían, flotaban a unos centímetros del suelo elevados por sueños de justicia. Hablaban poco, casi nadie les entendía. La gente tenía miedo de mirarlos porque en ellos descubrían todos los errores de un mundo al que no estaban dispuestos a cambiar. Luego, entre humaredas de cigarro, se fueron extinguiendo, evaporando, su vuelo caducó y se volvieron la ceniza que inundaba el cenicero de una cantina del centro. Hace poco el cantinero tuvo un ataque de pulcritud, y los artistas desaparecieron con el certero movimiento de un trapo sucio mientras en el paisaje mundano aparecieron unos cuantos burócratas más, que usualmente vestían de negro. Nadie lo notó.